EL BLOG

· DE LA REAL MAESTRANZA DE CABALLERÍA DE RONDA ·

Ronda, 5 de diciembre de 2024
Buscar

El ocaso de los varilargueros

En la colección del Archivo de la Real Maestranza de Caballería de Ronda hay un cartel horizontal, de los llamados de escaparate, sencillo y primitivo anuncio de varias corridas en la plaza de Sevilla, 76 toros en funciones de mañana y tarde con mitos vivientes de la tauromaquia, a pie y a caballo, para tres días de abril y otro de mayo de 1793, antesala del volcánico siglo XIX. En enero había sido decapitado en Francia Luis XVI, en octubre lo sería María Antonieta. La ejecución de los monarcas franceses desencadenaría la guerra del Rosellón entre España (aliada con Inglaterra) y la Primera República de Francia. El conflicto, para el que la Real Maestranza de Ronda aportó 100.000 reales, se desarrollaba mientras se celebraban estas cuatro funciones taurinas. Ese mismo año Francisco de Goya pintaría La muerte del picador, una de sus obras taurinas de mayor dramatismo, un pequeño óleo sobre hojalata que se encuentra en la colección de la British Rail Pension Trustee Co., en Londres.

Cartel de las primeras corridas de toros en Sevilla (1793). Archivo RMR.

En los carteles como este se mantenía un orden jerárquico que no reflejaba la realidad. Era un vestigio del pasado, con los nombres de los ganaderos en posición preferente, y cuando los varilargueros sustituyeron a los caballeros rejoneadores de la nobleza, que habían abandonado el toreo debido a la inercia marcada por la dinastía borbónica, poco afecta a la fiesta, y a la creciente popularidad que iban adquiriendo los lances de los peones de servicio auxiliar. A principios del siglo se conocen quejas de los escasos caballeros que todavía participaban, de que estaban ya en la plaza más para auxiliar a los peones que a otra cosa. Hasta la muerte del toro, la suerte suprema, también les era arrebatada en lidias desordenadas y tumultuosas repletas de capeadores.

Hacía tiempo que el protagonismo en las plazas españolas pertenecía ya a los toreros de a pie. Desde el rondeño Juan Romero (1727-1829) la lidia era dirigida por los matadores profesionalizados, en un proceso paulatino aunque no homogéneo que cuajaría con la aparición de figuras como Costillares, Pepe Hillo o Pedro Romero, que despejarían de las corridas el caos anterior para dar paso a las pautas más ordenadas de la tauromaquia moderna. Hay que recordar que una corporación nobiliaria como la Real Maestranza de Ronda apostó por la promoción de la nueva tauromaquia con la construcción de su plaza de toros, inaugurada en 1785 con las mismas figuras, a cuyas órdenes actuaban los picadores de vara larga de este cartel.

Pocos datos biográficos hay de los caballistas toreros del siglo XVIII que ocupan el espacio entre los rejoneadores nobles y los picadores propiamente dichos, datos contradictorios según qué historiador. José Daza, que fuera varilarguero de nombradía de la primera mitad del siglo, publicó un confuso y desordenado tratado en 1778 que da referencias de algunos, y su valor reside en que expone la suerte de picar al toro con una vara larga y sus dos tipos: «los que aguardan a herradura parada» y «los que pican y salen huyendo». De mayor mérito el primero según su opinión, con vara más corta, en ambos casos era consustancial la pericia en la monta para evitar en lo posible el daño a caballo y jinete. Durante algunas décadas mantendrán el predominio del toreo a caballo, aunque fuera de manera simbólica, encabezando los paseillos o en el orden de los carteles. La mayoría eran hombres acostumbrados a las faenas ganaderas, mayorales, garrochistas, conductores de ganado, pequeños propietarios agrícolas. Llevaron a las plazas los aires del campo. Sin embargo, sostiene Pedro Romero de Solís que con el paso del tiempo se ganarían el desafecto del público, «vinculados, en exceso, a la mentalidad de sus dueños», desplazados ellos también de la suerte suprema, «montados con insoportable desaliño sobre escuálidos jamelgos, penando por el ruedo como si fueran réplicas envilecidas y macabras de sus antiguos y bizarros señores (…) despegados de su origen social», y sin poder fundirse con los nobles que los amparaban, desclasados en suma, la gente solo «veía en ellos la odiosa imagen de sus señores».

«La muerte de Pepe-Illo», 2ª variante. Lámina F de «La Tauromaquia», F. de Goya (1814-1816). Colección RMR.

Los que aparecen en el cartel eran de primer nivel. Bartolomé Padilla de Jerez de la Frontera fue uno de los más prestigiosos de finales del XVIII, siempre con los mejores espadas y presente en las funciones más señaladas en Sevilla o Madrid. Antonio Parra, de Villanueva del Ariscal del aljarafe sevillano, toreó mucho con Pepe Hillo y Pedro Romero. Se dice que cobraba 1.200 reales por actuación, máxima tarifa que sólo se pagaba a los mejores. De similar categoría llegaría a ser Juan López de Guadajocillo, que no es pueblo sino un predio cordobés asociado a un arroyuelo del río Guadajoz; testigo de la cogida mortal de su jefe Pepe Hillo en 1801, a cuyas órdenes actuó en numerosas ocasiones, acudió en su auxilio para librarle de las astas de Barbudo poniéndole una vara a caballo levantado, y así quedó reflejado en La Tauromaquia de Goya.

«El picador Laureano Ortega de Isla, a caballo» (finales s. XVIII). Foto: Museo Nacional de Escultura. CER.ES

El más célebre fue Laureano Ortega de la Isla (también se le hace originario de El Puerto de Santa María). Sánchez de Neira lo describe en su obra Los toreros de antaño y los de hogaño ajustando una corrida en la Maestranza de Sevilla: «moreno, de ojos garzos, boca sonriente, expresión dulce, pelo castaño, alta estatura, y aunque fornido, se notaba en él cierta esbeltez de formas que aumentaba la soltura de sus movimientos». Aparece representado en el extraordinario conjunto escultórico de 27 figuras humanas y animales del malagueño Juan Cháez realizado en esta época, del Museo Nacional de Escultura, y que pudo contemplarse en la Biblioteca de la Real Maestranza de Caballería de Ronda en 2010 con motivo de la exposición por el 225 aniversario de su plaza de toros.

Exposición «Plaza de Toros de Ronda. 225 años» (2010). Foto: José Morón.

Este famoso picador ganó incontestable prestigio a lo largo de muchos años por su destreza para mantener la mayoría de sus caballos vivos, lo que era muy rentable para los organizadores. Se cuenta que se negó junto al resto de piqueros contratados a torear una corrida en Sevilla en 1798, al no gustarle los caballos que les facilitaron. El público, que ya estaba en la plaza y no había sido avisado, al no verlos aparecer, rompió todo lo que tenía a mano, mató a los toros en los chiqueros y después tiró al río el coche del empresario. Los aficionados de entonces eran así de belicosos.

Bibliografía

Gracía-Baquero. Razón de la Tauromaquia. Obra taurina completa. Ed. Fundación de Estudios Taurinos, Real Maestranza de Caballería de Sevilla, 2008. Coord. Pedro Romero de Solís.

García-Baquero. Romero de Solís y Vázquez Parladé, Sevilla y la fiesta de toros. Biblioteca de Temas Sevillanos, Ayuntamiento de Sevilla, 1994.

Cabrera Bonet. Orígenes y evolución del cartel taurino en España. Consejería de Gobernación y Justicia, Sevilla, 2010.

Daza. Precisos manejos y progresos del arte del toreo, 1778. Ed. R. Reyes/ P. Romero de Solís, Fundación de Estudios Taurinos, Real Maestranza de Caballería de Sevilla, 1999. Introducción de A. González Troyano.

Cossío. Los toros. Tratado técnico e histórico, vol. III. Espasa Calpe, Madrid, 1943.

Sánchez de Neira. Los toreros de antaño y los de hogaño, 1884. Ed. Fundación de Estudios Taurinos, Real Maestranza de Caballería de Sevilla, 2014. Introducción de Pedro Romero de Solís.

Sánchez de Neira. El Toreo. Gran diccionario tauromáquico. Imprenta de Miguel Guijarro, Madrid, 1879 (Turner, Madrid, 1988).

Velázquez y Sánchez. Anales del toreo. Imprenta y ed. Juan Moyano, Sevilla, 1868.

Deja una respuesta

Aviator Plinko