La escena final es una trifulca gratuita y trágica. En la taberna de las Tablas de la sevillana calle Cuna, durante una tarde calurosa de agosto, dos toreros, amigos de juventud, hablan de sus cosas hasta que entra una pareja de “guapos” que los reconocen y les invitan a un trago. El rechazo de uno de los matadores enciende un amor propio dislocado y los camorristas pretenden que beba a la fuerza. Manuel Domínguez Desperdicios, hombre bragado y de poca broma, que se había batido con gauchos en las pulperías de la Pampa, abofetea a uno de ellos. Relucen los aceros, ruedan mesas, cae el candil que alumbra el establecimiento, la oscuridad envuelve a los protagonistas.
Si el destino fuera una herencia, Manuel Trigo debería saber que su final estaba anunciado. Su abuelo fue muerto a balazos por dos guardas borrachos en el camino de Gines. El padre, vecino del barrio de la Carretería, que se oponía a las relaciones de una de sus hijas con un carabinero de la Maestranza de Artillería, fue asesinado por el novio en el cercano muelle del Guadalquivir con una de las agujas que servían para coser las cargas. El asesino se dio a la fuga y se perdió su pista.
El pequeño Manuel, nacido hacia 1818, quedó a cargo de una madre pobre y con el único sustento de sus dos hermanas costureras. El niño se convirtió en un vagabundo por las calles del barrio del Arenal y los muelles del río. El cronista Velázquez y Sánchez, que lo trató, cuenta que se familiarizó “con los espectáculos inmorales de aquellos sitios”, ambiente de “costumbres depravadas entre barateros, prostitutas, jugadores, floristas, rateros, vagos y demás especies de la familia inmunda”. A la edad de once años, formando parte de uno de los bandos de mozalbetes que se enfrentaban habitualmente recibió una tremenda pedrada en la frente que a punto estuvo de desgraciarlo. De aquel incidente le quedaría de recuerdo una cicatriz perenne.
Resuelta la familia a alejarlo de esas relaciones, lo colocaron en un trabajo que marcaría el rumbo de su vida, un establecimiento de sombrerería basta en la calle Tintores que pertenecía a los toreros Antonio y Luis Ruiz, que se hicieron famosos como los Sombrereros, local que también frecuentaba Juan León hasta que las divergencias políticas los enfrentó. En aquel mentidero de toreros y aficionados, el joven Manuel, que a pesar de su crianza tenía un carácter reservado y comedido, según unas versiones, amargado y huraño según otras, sintió curiosidad. Junto a otros jóvenes se acercó al matadero, que poco después sería sede de la escuela de tauromaquia de Pedro Romero; en la corraleja donde se practicaban los lances comenzó a destacar enseguida entre los más jóvenes por “guapo, ligero, mañoso, hábil y vivo”.
Fue al fallecer su madre que decidió dar el paso y se separó de sus hermanas. Tenía dieciséis años. Su deseo de servir de peón en alguna cuadrilla no fue bien recibido por los toreros que lo habían jaleado, y sus compañeros le recriminaron que abandonara el oficio. Luis Ruíz lo llevó a alguna plaza de Extremadura, por intercesión de su sobrino Juan Yust, amigo de Manuel que ya despuntaba como promesa de la torería. Otro torero menor, Carreto, lo incluyó en su grupo para actuar en pequeñas plazas andaluzas, y también lo contrató ocasionalmente Manuel Domínguez, sólo dos años mayor pero que ya mataba y llevaba su propia gente.
Cartel de la corrida del 17 de octubre de 1852 en Madrid, para las cuadrillas de indios negros y pegadores portugueses, suspendida por mal tiempo. Colección Comunidad de Madrid.
La quinta del gobierno de Mendizábal lo llamó a filas en 1838 para ingresar en el segundo batallón de los francos de Andalucía, unidades irregulares de civiles no adscritas al ejército, durante la primera guerra carlista. Salió ileso de campañas que lo llevaron a participar en acciones en puntos de la alta Andalucía, La Mancha o en las proximidades de Aragón, y fue licenciado en 1840 al acabar la guerra.
A su vuelta a Sevilla consigue engancharse a las cuadrillas de Antonio Luque el Camará y Juan de Dios Domínguez en gira por algunas plazas andaluzas, y luego con Juan Yust y Gaspar Díaz por Extremadura. A pesar de que confirmó su buen hacer, su forma de comportarse, que rehuía la jarana y era “refractario a los excesos”, le fueron granjeando antipatías por malaje, hasta crear un ambiente hostil entre los toreros con más mando que le cerraba puertas y le impedía encontrar oportunidades.
Cansado de esa marginación aceptó en 1842 la oferta de la plaza de Lisboa para figurar junto a un grupo de “capinhas casteçaos”, en parte por la noticia falsa de que en esa capital se encontraba el asesino de su padre. Se libró de vivir el bombardeo de su ciudad durante la sublevación contra Espartero, al año siguiente. Allí permaneció hasta 1844, familiarizándose con las particularidades de la tauromaquia lusitana, año en el que recibió una carta de Juan Martín la Santera de que podía colocarle en la cuadrilla de Francisco Montes, nada menos.
El genio necesitaba recomponer su cuadrilla, cuyos elementos lo habían dejado para irse con el que fuera su protegido, Redondo el Chiclanero. Montes le dispensó buen trato durante los dos años que estuvo con él, ayudándole a progresar, quizás porque sus talantes eran parecidos, pero cuando Trigo le solicitó matar algún bicho para ir ascendiendo de categoría, el maestro le dio de lado. Montes era reacio a conceder alternativas a sus subalternos. Amigos de Manuel convencieron entonces a Redondo para que lo probara en una corrida. “Veamos esos primores”, aceptó el Chiclanero, pero a pesar de que aquella tarde se lució en banderillas hasta el punto de asombrar a Redondo, no le hizo sitio en su cuadrilla de veteranos cuajados.
Decidió entonces formar la suya propia para actuar en plazas de segunda y tercera, pero le tocó vivir un período que afectó a muchos matadores. Fallecido el prometedor Juan Yust, retirados Montes y León, la atención del público estaba centrada en la rivalidad entre Cúchares y Redondo, condenando a ocupar un lugar secundario a toreros como Pastor, Díaz Labi, Miranda o Julián Casas, de quien recibió la alternativa en 1847. En 1848 regresó a Portugal, donde había dejado buen recuerdo, cosechando afectos y triunfos. Continuó luego en plazas de poca importancia, hasta que sus fieles amigos consiguieron en 1849 que pudiera torear en Sevilla mano a mano con Juan Lucas Blanco, que iniciaba su decadencia. A pesar de la falta de contratas, en cuanto pudo abrir la puerta de cosos importantes demostró que era un aventajado de la escuela de Paquiro, pausado, con mando y buen hacer.
Entrée de la Quadrilla Brésilienne. Anónimo. Grafito y acuarela sobre papel, s.XIX. Colección Real Maestranza de Sevilla
En 1852 repitió en Portugal, participando en el espectáculo taurino de indios brasileños y pegadores portugueses que llevaba el empresario sevillano y antiguo banderillero Rodríguez Alegría de gira por España. Llevaba consigo a un joven Antonio Carmona el Gordito, al que influiría en el uso de los rehiletes que lo harían famoso. Trigo como banderillero era capaz de numerosos alardes, aprendidos de sus anteriores estancias en el país vecino, como amarrarse las muñecas con un pañuelo para poner pares ceñidísimos. En 1853 llegó a torear más de treinta corridas en plazas de toda España, alternando con Cúchares, Pepete, Labi y Ezpeleta. Como estoqueador dominaba el volapié de Costillares. Un crítico de Sol y Sombra, muchos años después, lo definió: “ Torero de buen aspecto, bien configurado, picado de viruelas, cenceño de cuerpo, elegante y airoso, sabía andar por la plaza y llevaba ese paso y compás que hace agradable al artista”.
Regresamos al principio, que es el final. Estaba en su mejor momento cuando acudió a la taberna de las Tablas. Los críticos taurinos Bruno del Amo y Antonio Díaz Cañabate se hicieron eco de la escena posteriormente, adornada con unos diálogos supuestos o verdaderos, en todo caso verosímiles. Manuel Trigo aceptó la caña de manzanilla que le ofreció el más atrevido de los buscarruidos.
- Y ahora osté, maestro – invitó a Domínguez.
- No bebo.
- Pues va a beber porque me da la gana.
La respuesta no se hizo esperar. Cuando el jaque rodó por el suelo, tirando el fanal que alumbraba el interior, sumidos en la penumbra los provocadores abandonaron el local. Desperdicios se colocó junto a la puerta, apostado con su cuchillo. Al cabo de unos minutos Trigo decidió salir, a pesar de la advertencia de su compañero, pensando que los matones ya se habrían ido. Emboscados en la entrada, creyendo que era Domínguez, lo apuñalaron antes de salir huyendo.
Sus heridas se complicaron varios días más tarde al contraer el cólera, en una de las epidemias cíclicas, para fallecer el 14 de agosto de 1854.
Bibliografía
- Velázquez y Sánchez. Anales del toreo. Imprenta y ed. Juan Moyano, Sevilla, 1868.
- J. M. Cossío. Los toros. Tratado técnico e histórico, vol. III. Espasa Calpe, Madrid, 1943.
- Antonio Gracía-Baquero, Razón de la Tauromaquia. Obra taurina completa. Ed. Fundación de Estudios Taurinos, Real Maestranza de Caballería de Sevilla, 2008. Coord. Pedro Romero de Solís.
- J. Sánchez de Neira. El Toreo. Gran diccionario tauromáquico. Imprenta de Miguel Guijarro, Madrid, 1879 (Turner, Madrid, 1988).
- Bruno del Amo (Recortes). Toros y Toreros, nº 2, marzo 1916. Madrid.
- Antonio Díaz-Cañabate. El Ruedo, nº 703, diciembre 1957. Madrid.