Francisco Montes dejó como herencia la arquitectura de una tauromaquia cimentada en una lidia disciplinada, que al contrario de lo que se podría suponer permitía y favorecía la expresión personal. En una estructura ordenada es posible distinguir a los diferentes mejor que en el caos. Fue la suya una escuela ecléctica, que mezclaba suertes antiguas y modernas, superando las diferencias entre la sevillana y la rondeña. Detrás de él se abrió el camino para los llamados toreros “redondos” o completos, que vivieron y desarrollaron sus carreras en un país tensionado por las alborotadas circunstancias políticas del siglo XIX español y el largo conflicto dinástico entre isabelinos y carlistas que desembocó en un cruento enfrentamiento bélico.
El más destacado entre ellos fue un paisano de Montes, que hizo honor a su apellido: José Redondo. Casos célebres de toreros ególatras y fanfarrones ha habido muchos, pero pocos a su altura en este sentido y en calidad taurina. Hijo de un humilde bracero agrícola, nacido en 1818 o 1819, como todos los niños de Chiclana se aficionó a juguetear con las reses mansas que se extraviaban en los traslados y acudía a las capeas, inclinación alimentada por la fascinación de los éxitos del héroe local, el gran Montes. Su padre fue inflexible en reprimir esta vocación, y desde los doce años que abandonó la escuela tuvo que ayudar en las faenas de campo, obligación que solo acabó con la muerte del cabeza de familia en 1836, el mismo en el que se produce el motín de la Granja de San Ildefonso, por el que la regente María Cristina se vio obligada a reinstaurar la Constitución de 1812.
La precariedad de su familia y “su incapacidad para toda ocupación, ya que su afición llevada en secreto lo había distraido de aplicación a cosa alguna”, como describe García de Bedoya, impulsó a Redondo a engancharse a todos los festejos taurinos de la comarca. En 1838 se presentó como aficionado en una novillada en Chiclana, presidida por el mismo Montes. No desaprovechó la ocasión, que daría un giro trascendental a su vida. Montes vio algo especial en aquel mozo y lo reclamó para que subiera al palco. Le felicitó por su actuación, y le propuso incluirlo en su cuadrilla. “En ti hay tela para mucho, y si te aplicas llegarás adonde rayan pocos”, se cuenta que le dijo a Joselito, como lo llamaba.
José Redondo (el Chiclanero). Dibujo y litografía de Miranda. “Historia del toreo y de las principales ganaderías de España” de Fernando García de Bedoya (Madrid, 1850). Biblioteca-RMR
Su fama fue creciendo al compás de las enseñanzas del maestro y de los componentes de su cuadrilla. Pronto comenzó a destacar como rehiletero, capaz de poner banderillas en cualquier circunstancia con gracia y poderío. Montes fue puliendo su diamante, ahormando su temeraria agilidad, dando sentido a sus movimientos en el ruedo y enfocando su talento para que dominara todos los lances. No le escatimó reprimendas, como una ocasión en Madrid, en la que no pudo colocar las banderillas como solía hacerlo. Malhumorado, al volver a recoger su capote se cruzó con Montes: “Quédese usted por hoy en el estribo, y aprenda cómo clavan los demás los palos”, le dijo el jefe. No le permitió en toda la tarde que saliera de las tablas.
La prensa de Madrid ya se había fijado en él, ensalzando sus condiciones, y Montes no disimulaba la satisfacción por su descubrimiento. “Empezó este chico como muchos, pero va a acabar como pocos”, decía. Le fue dando cada vez más sitio a su lado, cediéndole algún que otro toro. Ejecutaba ya la suerte suprema con la serena eficacia que se convertiría en una de sus grandes virtudes. “Yo no sé qué tiene ese chiquillo para traerse los toros tan por derecho siempre”, celebraba el maestro. En 1842 le dio la alternativa en Bilbao, cuyo caserío y montes cercanos mostraban las heridas provocadas durante los dos asedios sufridos durante la Primera Guerra Carlista. Esa tarde tuvo una cogida. El año siguiente alternaron juntos por varias plazas andaluzas, en ocasiones salía solo y ya daba órdenes a la cuadrilla de su protector. Altanero y sobrado, se fue haciendo evidente su quisquillosa vanidad, atreviéndose incluso a acusar a Montes de aprovecharse de él, cuando en realidad estaba pensando en su retirada y dejarle su cuadrilla.
En 1844 ya volaba por su cuenta, arreglaba sus propias contratas cosechando éxitos por todas las plazas, destacando las condiciones de su personalidad, atractivo, chulo y soberbio torero. En 1845 nacería una de rivalidades más destacadas de la historia de la tauromaquia, que iba a ocupar el hueco que dejaban el ocaso de Montes y del liberal Juan León, maestro de otro torero “redondo”, Francisco Arjona Cúchares. La pugna entre ambos, descarnada, se vio amplificada por los partidarios de cada cual. Los tendidos hervían de animación con la competencia, disolviendo la pugna ideológica entre moderados y radicales en otra división bien diferente. El talante de Redondo se manifestó entonces en todo su esplendor. En las funciones de las corridas reales de 1846 ocupó el sexto lugar, por encima de otros matadores de mayor antiguedad, y su egolatría llegó a la irreverencia con el propio Montes. “Soy más torero que osté y que tóos los que llevan coleta”, se atrevió a proclamar según los testimonios.
En la maestranza sevillana se enfrentó a la afición cucharista a lo largo de una serie de corridas. Allí tenía como admiradores a los duques de Montpensier, que le regalaron un alfiler de diamantes al matar a un toro en los tendidos después de que saltara la barrera. Sus actuaciones en 1849 quedaron registradas en las Cartas Tauromáquicas de Velázquez y Sánchez. Solía este autor, que firmaba Don Clarencio, hacer crónicas en verso en las que describe a los toros de manera muy peculiar. “Segundo: fiero animal / de la condición de un suegro”; “Cuarto, por nombre Cisquero /más intención que un judío, / más maña que un usurero”, o “Toro astuto, sagaz, traidor / como un falsificador / de bonos contra el Tesoro”.
La plaza de Sevilla era más de Cúchares, como Redondo lo era de la de Madrid, pero en esas corridas el Chiclanero calló muchas bocas contrarias con su garboso poderío, desplegando su amplio repertorio con guapeza chulesca, anunciando de antemano lo que iba a hacer en cada faena, “esta tarde vengo a torear pa que te jartes, y voy a matá a los toros a gorpe cantao”, le anunció a un reconocido cucharista. “Soy en el toreo reondo, como mi apellido”, no dejaba de balandronear en el cenit de su carrera.
Su trayectoria fue luminosa, pero corta. De su final nos ocuparemos en la siguiente entrega.
Bibliografía
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