Fue un “deslumbrador y fugaz meteoro”, que parecía destinado a competir con el astro del glorioso Montes, que oscurecía a todos. Vino al mundo en 1807 en el epicentro de la tauromaquia sevillana que dominaba los ruedos de España, barrio de San Bernardo, en el seno de una familia vinculada al cercano matadero, la escuela de los toreros de la época. Siendo un recién nacido, fue ajeno como es natural al comienzo de la guerra de la Independencia un año después, cuando una muchedumbre exaltada linchó al ilustrado conde del Águila, y a la invasión francesa de la ciudad con la llegada en 1810 de José Bonaparte y del general Soult, que ocuparon palacios, conventos e iglesias para albergar a su extensa plana mayor y a las tropas, con el subsiguiente y salvaje saqueo de su inmenso patrimonio artístico.
Desde que tuvo entendimiento se dedicó al corretaje de legumbres para las plazas de abastos y a la venta de leche de burra por las mañanas, reservando las tardes para atender en las tablas del matadero. Allí daban lecciones toreros como sus tíos carnales, los “sombrereros” Antonio y Luis Ruiz, Jiménez el Morenillo y sobre todo Juan León, que sería a la postre su maestro. El adolescente Juan no desaprovechó las lecciones de aquella academia, y comenzó a foguearse, lleno de entusiasmo, en capeas y corridas de pueblos y villorrios. Por sus excepcionales condiciones físicas era un Aquiles, el de los pies ligeros, elástico y ágil, pero también atropellado, “fuera de compás y falto de medida”, inseguro en sus acciones, hasta el punto de que muchos observadores vaticinaban que no llegaría a ser más que un peón de brega.
Juan Yust, por Teodoro Arámburu, a partir de retrato de Cabral Bejarano. “Anales del toreo” de José Velázquez y Sánchez (Sevilla, 1868). Biblioteca-RMR
Sería uno de sus tíos, Luis Ruiz, quien advirtiera en él calidades ocultas por su derroche físico. Lo llevó a una serie de corridas por Extremadura y Andalucía, corrigiendo sus ímpetus, enseñándole a saber cuándo hay que pararse, “para los pies, muchacho”, que es el secreto de la lidia de reses bravas. A la vuelta de esta expedición sería Juan León, enemigo acérrimo de los “sombrereros” por las rivalidades políticas entre liberales y absolutistas durante el reinado de Fernando VII, quien se hiciera cargo del muchacho para incluirlo en su cuadrilla durante la parte final de la temporada, convirtiendo a aquel dubitativo joven en un aventajado banderillero.
Yust siguió por su cuenta limando con determinación su personalidad torera en los corrales del matadero, en las dehesas y cerrados próximos, y cuando en 1829 Juan León regresa de su temporada en Madrid para cumplir sus contratos en plazas del sur, lo llama de nuevo para que lo acompañe. No pasará mucho tiempo en cederle la muerte de algún toro, capítulo trascendente para aspirar a otra categoría. Falló en sus dos primeras oportunidades, y en el tercero, después de ponérselo en suerte, León le advirtió: “Veamos ahora, o lo recibes o te echo en la cuna”. Lo hizo bien esa vez, a la primera, pero Yust seguía sintiéndose incapacitado para dar el salto a primer espada, y manifestaba encontrarse satisfecho con ser banderillero de una de las primeras figuras.
Alto, de aspecto rudo y agraciado, leal y buen compañero, sin otras pretensiones que mejorar sus recursos, ingresó en 1830 como alumno en la recién inaugurada Escuela de Tauromaquia de Sevilla dirigida por Pedro Romero y Gerónimo José Cándido. Allí encontrará en las lecciones del mito de Ronda la manera seca, quieta y majestuosa de la escuela rondeña, que contrastaba con la sevillana, más movida. Le vino bien para asentarse aún más, en compañía de alumnos como Montes (por poco tiempo), Pastor el Barbero, Domínguez Desperdicios y Arjona Herrera Cúchares. Apurado por necesidad económica, dejó las clases durante un tiempo para volver a torear con su tío Luis, que no dejaba de decirle que todavía “bailaba demasiado”.
En 1831 León lo reclama para formar una selecta cuadrilla junto a Pastor y Cúchares, en calidad de media espada. En esa compañía estará hasta 1837, añadiendo a su bagaje de lecciones rondeñas las alegrías de la vertiente sevillana. Hasta que llegó el momento en que Cúchares y él, cansados de la predilección del maestro por su cuñado el Barbero, solicitan desligarse para ajustar sus propias contratas. El duro León no pone inconvenientes, e incluso les facilita varias corridas en Cádiz y Sevilla. En 1838 se desplaza para ver a Yust en El Puerto de Santa María. Velázquez y Sánchez recoge que después de la corrida, complacido con lo que ha visto, estrecha la mano de su antiguo discípulo: “Amigo Juan, sea norabuena. Estás hecho un matador de toros”.
A partir de ahí le llueven ofertas desde todos los puntos de España. Lo pudieron juntar con Montes solo en tres ocasiones. El maestro de Chiclana ponderó sin recelo alguno las cualidades del aspirante a su trono, pretensión que Yust nunca tuvo. De su ganado aplomo da muestras durante una tarde de 1840, cuando le advierten que llevaba sueltos los cordones de los machos del calzón. Con sangre fría, delante de la cara del toro, apoya el pie en el estribo de la barrera y se los ata. Acto seguido, recoge los trastos y le da un soberbio pase al morlaco, gesto que enciende a los tendidos. Aún no ha actuado en Madrid como primer espada, pero su figura ya era un reclamo por su repertorio y su firmeza, hasta el punto de que el pintor Cabral Bejarano le ruega que pose para él.
Juan Yust en el peligro, por José Chaves. “La lidia: revista taurina”. Año 3, n. 21, 4 de agosto de 1884. Biblioteca-RMR
Es en abril de 1842 cuando por fin se presenta en Madrid, con el veterano Roque Miranda, liberal comprometido que según un personaje de los Episodios Nacionales de Galdós era “capaz de poner banderillas a los cuernos de la luna”. Aquel año Montes no viaja a la capital, y Miranda, que ya estaba en decadencia, pide que se contrate a Juan Yust, cediéndole además la antigüedad por no encontrarse en condiciones para ser director de la lidia. Enamoró al público madrileño esa temporada, se le tiraban coronas de laurel al ruedo para festejar la aparición de una figura que prometía ser deslumbrante.
Seis meses después, un cólico miserere, término usado desde el siglo XVIII para nombrar a una obstrucción intestinal aguda, se cruzó en su camino al estrellato cuando gozaba de todos los pronunciamientos a su favor. Su fallecimiento, a los 35 años, fue muy sentido por toda la profesión, llorando la pérdida de un hombre sin afectación, de una nobleza sin tacha.
Bibliografía
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