Perdices rellenas de sus menudillos, anchoas y tocino. Una de las faenas cumbres de El Chiclanero es una receta que recibe el nombre de “perdices a lo torero”, que ha quedado registrada para la historia (gastronómica). En un artículo de la revista El Campo de 1877 y reproducida en varios libros sobre la comida española, se cuenta la historia de un viajero francés que se encontraba cazando por Sierra Nevada y coincidió en una venta con Redondo y su cuadrilla camino de una corrida en Granada. La oferta culinaria del establecimiento era escasa, como era habitual, de modo que el francés puso sobre la mesa unas perdices que había cobrado. La cuadrilla entera se puso a pelarlas, y Redondo pidió que le dejaran prepararlas. No es el único plato que dejó para la posteridad, como los huevos chiclaneros. En su Guía del buen comer español de 1929, Dionisio Pérez lo describe como “practicante afortunado del fogón y un manejador hábil de peroles y sartenes”.
El célebre crítico taurino Don Ventura dibujó su personalidad en base a los testimonios conocidos: “Fuera de la plaza necesitaba el ruido, las sensaciones enérgicas, los placeres fuertes, y de no haber rendido excesivo culto a Venus y a Baco, de no disipar su salud con exaltaciones amatorias, de no vivir tan de prisa, habría aumentado su celebridad”. Celebridad no era lo que le faltaba, precisamente. Redondo alternó con el maestro Montes en las últimas tardes de este, obligado a reaparecer por cuestiones económicas, auxiliándole en más de una ocasión cuando estaba en aprietos. Fue Redondo el que acabó con el toro que provocó la herida que precipitaría el final del maestro al que debía todo lo que sabía.
En 1851, fallecido Montes, la tisis ya invadía su organismo, que junto a la vida desarreglada había minado su salud y sus condiciones físicas, por mucho que intentara disimularlas. Ese año demostró en una función en El Puerto de Santa María su valor frío y desdeñoso. En medio de una faena al quinto de la tarde, otro toro rompió la puerta de chiqueros y salió al ruedo. Redondo, sin inmutarse, se dirigió a uno de ellos, lo sometió con un breve trasteo y acabó con él de una estocada, para continuar la lidia con el otro. A pesar de sus limitaciones, era ya “una demacración”, mantuvo en la temporada siguiente su fiera competencia con Cúchares, también aquejado de achaques reumáticos en una pierna, sin perder ocasión de humillarse el uno al otro. La afición madrileña se rindió a los dos por igual, agradecida por el espectáculo que brindaban, que impulsó el arte de la tauromaquia hacia el asombro, como hizo Montes, y le confirió una espectacularidad nunca vista antes. Amigos comunes propiciaron una reconciliación que no fue sincera por parte de ninguno.
José Redondo (Chiclanero). Dibujo de Daniel Perea. “La Lidia”, año II, nº 20, 16 de julio de 1883. Biblioteca-RMR
Quebrantado, Redondo tuvo que renunciar a varias corridas en provincias y se refugió en Chiclana, a la espera de una mejoría que no llegó, con el afán imperturbable de volver a Madrid al año próximo, para continuar los encarnizados duelos con su rival. Se trasladó a la capital, encargó “dos magníficos trajes”, pero no pudo salir de su cuarto, donde permaneció durante veinte días mordiéndose los puños de impotente rabia. Uno de sus peones lo encontró muerto al acercarle un caldo el 28 de marzo de 1853, justo a la hora en la que sonaban los clarines de la primera corrida de la temporada. Tenía 33 años.
“Prematura muerte del torero más animoso, más inteligente y mejor plantado que había en España. José Redondo, discípulo del célebre Francisco Montes, heredero de su justa fama y el diestro más airoso entre todos los diestros que han pisado un redondel, sucumbió ayer minutos antes de las cinco de la tarde”, se hacía eco de la noticia el periódico El clamor público. “El circo nacional, la fiesta más popular y esclusiva (sic) de España, puede decirse que ha bajado al sepulcro en el discurso de un año en la persona de dos insignes hijos de Chiclana”, decía la crónica de La Ilustración. “Rueda el carro fatal, que sus helados / miseros restos a la tumba lleva”, comenzaba el poema que se publicó en El Enano.
Su entierro fue comparable al de un jefe de Estado. Precedían el cortejo los pobres del asilo de San Bernardino con hachas encendidas. Sobre un carro fúnebre tirado por seis caballos enlutados iba el ataúd, con cuatro cintas negras que llevaban Manuel Díaz Laví, Julián Casas, Cayetano Sanz y Manuel Jiménez el Morenillo, seguidos por gran número de toreros y aficionados a pie. A continuación, el coche de gala del gobernador de Madrid, que encabezaba la comitiva de más de un centenar de carruajes con grandes y títulos de España, representantes institucionales, políticos y admiradores del torero, artistas, intelectuales y amigos. El trayecto hasta el cementerio de la sacramental de San Ginés y San Luis fue seguido por miles de personas, por la calle y desde ventanas y balcones. En su tumba se leyeron varios poemas.
Un torero era despedido como una gloria de la nación. Se dice que la tauromaquia de Montes y el prestigio de su personalidad, instruido y cortés, alejado del acanallamiento vinculado a su profesión, suavizaron prácticas y rigores de los juegos de toros heredados del XVIII, para adecuarlos a la sensibilidad del “espíritu del siglo” de la burguesía ilustrada y la intelectualidad del momento, superando su “envoltorio popular”. Se considera el entierro de José Redondo, heredero de todo eso y genial intérprete, como el momento justo en el que las corridas de toros adquieren definitivamente su impronta de fiesta nacional.
Bibliografía
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