«Lo que le producía una tristeza inconsolable era que no fuera a quedar nada de lo que había hecho en los ruedos. La leyenda, dijo con desdén, pero la leyenda a mí no me importa. Eso no dura. De un pintor queda su lienzo, un músico escribe una partitura, a un poeta le publican sus versos. Pero lo que yo he hecho lo he hecho en el aire y con el aire se va. Hay aficionados que me dicen que queda en su memoria. Pero tú te vas a morir, les digo yo y no va a quedar nada. No va a quedar nada porque la fotografía y el cine son una mentira y los que crean que se ve algo ahí se engañan miserablemente. El toreo se hace en el instante y en el instante se muere».
Esta declaración la recogió el editor Manuel Arroyo en su libro de relatos autobiográficos Pisando ceniza (Turner, 2015) durante una conversación con Antonio Ordóñez poco antes de su fallecimiento. Y es posible que este sentimiento sobre su propia obra fuera el que lo impulsara a frecuentar los encuentros con personalidades del mundo de las artes y las letras, más allá de sus conocidas y estrechas vinculaciones con Ernest Hemingway y Orson Welles.
Curso de verano, septiembre 1977. Participan Víctor Gómez Pin, Jacobo Cortines, Pedro Romero Solís, Fernando Savater, Alberto González Troyano, Ignacio Vázquez, Pepe Dominguín, Antonio Ordóñez, Beatriz Borrero. Casa Salvatierra. Foto Rafael Atienza.
Como cuenta González Troyano en el libro Antonio Ordóñez y el toreo de su tiempo (Real Maestranza de Caballería de Ronda, 2001) que reúne las conferencias de un seminario sobre su aportación a la fiesta, «entre sus rasgos significativos –al margen de sus cualidades como torero y su trascendental papel en la historia de la tauromaquia– figura la atención que supo prestar al mundo de la cultura más colindante con la fiesta de los toros (…) con generosos intercambios de ideas y de experiencias entre aquellas otras vidas artísticas y la suya propia como torero». Esta predisposición no era ni es corriente entre los toreros, si exceptuamos a Belmonte o Sánchez Mejías, la mayor parte absortos en su propio mundo, pero el maestro, como siempre fue llamado en esos ambientes, «con unas facultades vitales que no se agotaban con sus triunfos en los ruedos le llevaron a cultivar la amistad de aquellos escritores y artistas que se sentían fascinados por su manera de torear, pero que también ellos despertaban en él una cierta necesidad de emulación y estímulo».
Aprovechó las posibilidades que instituciones culturales y universitarias pudieron ofrecerle para «dirigir, fomentar y auspiciar una larga serie de encuentros que tuvieron como finalidad entroncar la tauromaquia con la reflexión filosófica, con la narrativa, con la poesía, con la pintura o con el cine». Dirigió y participó en varios seminarios organizados por la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo en Sevilla y Santander, y en colaboración con otras instituciones en Córdoba, Alicante, Madrid y otras ciudades. Esos antecedentes le sirvieron para escoger la forma y el contenido que se ajustaba mejor a sus pretensiones. Quería sacar la tauromaquia de las charlas de aficionados en peñas taurinas y similares, centradas en faenas, diestros o fechas concretas. Pretendía acceder a instancias más abstractas y genéricas, extender su profesión a otros ámbitos de mayor trascendencia. Como sostiene Rafael Jiménez Chicuelo III, a quien Ordóñez diera la alternativa, «los buenos toreros no hablan de toros».
De ahí su empeño en convocar una serie de cursos y seminarios que completasen la imagen de Ronda y la puesta en escena de su corrida goyesca. Comenzó a organizarlos a partir de 1995, cursos anuales que se celebraban en julio para los que consiguió patrocinio a través de la Fundación Unicaja y soporte académico sucesivo en la Universidad Complutense y en la Universidad Juan Carlos I. No se contentó con esa labor, sino que «asumió su papel de director de los cursos de una manera tan formal como intensa», añade González Troyano, «se le veía contento y satisfecho, sobre todo por haber logrado para la tauromaquia y para Ronda esas citas, en las que venían a encontrarse la fiesta de los toros con las otras artes, en un clima de rigor y exigencia».
El primer seminario estuvo dedicado a temas relacionados con la obra de José Bergamín La música callada del toreo; el segundo se dedicó a Goya y el tercero a la vinculación de la literatura con los toros. Para el cuarto, algunos de los participantes y amigos suyos decidieron que era conveniente dedicarlos a su tauromaquia, propuesta a la que Ordóñez se resistió en principio. Aceptó al final, pero declinó la dirección del seminario. Ya entonces el maestro estaba aquejado de su grave enfermedad. «La elección del tema del seminario no se hizo movidos de que estuviese próximo el desenlace de su vida», cuenta González Troyano, sobre el que recayó la dirección, sino «porque era de justicia histórica que se hiciese así y porque desde una perspectiva crítica, artística y reflexiva el acontecimiento del toreo de Antonio Ordóñez requería y se prestaba a ser analizado, comentado e interpretado a la luz de distintas disciplinas académicas y por distintos profesores universitarios, artistas y escritores».
A pesar de que en esas fechas, julio de 1998, la salud del maestro había empeorado notablemente, presidió con entereza las cinco jornadas de conferencias y actividades. «Ni una sola queja, ni un solo momento de abandono, ni una sola referencia negativa dejaron traslucir su preocupación por la enfermedad que lo minaba». De esa forma, no deliberada, aquellas conferencias se convirtieron también «en un último tributo en vida al maestro de Ronda».