Cuando la fragata “Amalia” llega a Cádiz en mayo de 1852, al regreso de sus correrías sudamericanas, Manuel Domínguez tiene 36 años. Ha pasado dieciséis fuera de su país, y en ese tiempo bajo el reinado de Isabel II se han sucedido treinta y dos gobiernos en una frenética secuencia de alternancias y pronunciamientos.
Dominguez, ajeno a estos vaivenes, comprueba que casi nadie se acuerda de él. Incluso le llaman “el americano”. Está decidido a recuperar su profesión, y para encontrar algún apoyo visita a un antiguo alumno de la Escuela de Tauromaquia como él, Francisco Arjona Herrera Cúchares, que en ese momento está instalado en lo alto del escalafón junto a José Redondo el Chiclanero, cumbre que había dejado vacía la muerte de Antonio Montes el año anterior. Su compañero de la adolescencia lo recibe con suma frialdad, no se le había olvidado que el reaparecido había acabado mal con Juan León, el que fuera su protector y maestro. Le dice, con algo que se puede entender como menosprecio, que se busque la vida en plazas de pueblo. Pocos años después compartiría cartel, e incluso Dominguez le daría la alternativa al hijo de Cúchares.
Es fácil imaginar la decepción de Domínguez aquel día, que encontró en unos aficionados de El Puerto de Santa María la oportunidad de que le soltaran un toro de seis yerbas en una plaza de tientas. Llamó la atención por su clasicismo primitivo y sencillo, con empaque y serenidad, auténtico eslabón con una tauromaquia que ya no se llevaba. Los comentarios llegaron a Sevilla, cuya plaza le facilitó una corrida en el otoño del año de su desembarco, junto a Antonio Conde, un torero menor. Su biógrafo Rafael González describe esa tarde: “Aunque en sus movimientos estaba algo tardo, ya fuera por la falta de uso, ya por la costumbre que en 17 años había adquirido de montar a caballo, sin embargo capeó con donaire al natural, puso banderillas de frente, y en la muerte dio un pase de pecho tan ceñido como no se había visto desde sus inicios”.
Manuel Domínguez capeando al natural, por Teodoro Arámburu. “Anales del toreo” de José Velázquez y Sánchez (Sevilla, 1868). Biblioteca-RMR
A partir de entonces se reinició su carrera, llamando la atención su “ciencia antigua”, sus estocadas al volapié y su incuestionable valor. Esto último quedó refrendado en una corrida al año siguiente en la misma plaza, alternando con Julián Casas el Salamanquino: tuvo que hacerse cargo de seis toros de Saavedra, por lesión de su compañero, y no dudó en arrojarse entre los cuernos del cuarto para proteger a Coriano, picador que había sido derribado, y mancornearlo hasta que pudo ser retirado a la enfermería.
Precedido de los elogios cosechados en Andalucía, torea primero en Aranjuez y luego en Madrid, donde se le renueva alternativa el 10 de octubre de 1853, con Julián Casas de padrino y Cayetano Sanz y Manuel Díaz Lavi de testigos. Causó impresión por su manera de entender la lidia, donde primaba más la eficacia que el adorno, sobresaliendo su quietud. Una crónica de La Nación lo destaca: “Este diestro tiene mucho arrojo y una serenidad admirable, recibiendo los toros como pocas veces está acostumbrado el público a presenciar”. No le faltaron detractores, sin embargo. El crítico Carmona Jiménez señalaría: “Su serenidad admira y le sobra corazón, más como el arte le falta no lució como debía”. Fue una constante en su carrera ser idolatrado en Andalucía, y respetado en Madrid, pero cuestionado por una sobriedad que ya no era del gusto de un público que pedía algo más. Se valoraba su toreo de capa, repertorio al que añadió el pase de farol que presentó en Madrid en 1856. También inauguró primero en Lisboa y luego en Sevilla el lance de rodillas, algo que no se había visto antes y que después repitieron muchos. Pero la tarde en la que ejecutó la suerte suprema sin dar un solo pase recibió todo tipo de críticas. Tanta parquedad ya no era bien recibida, después de Montes.
En la feria de Sevilla de 1856 se ofreció a enlazar toros como lo había hecho en las pampas. Para ello se organizó un ruedo de carruajes en la llanura de Tablada, con presencia de los duques de Montpensier y asistencia de un enorme gentío. “Todo lo más selecto de la capital asistía a la fiesta; multitud de coches ostentaban las hermosas hijas del Betis”. Al soltar el primer ejemplar, y cuando el público veía con pavor que embestía contra los coches, se oyó la voz de Dominguez con la cuerda en la mano: “No hay que temer, que no llegará”. En ese momento hizo volar el lazo a la cabeza del animal, revolvió su caballo en dirección contraria y el toro cayó derribado. Repitió la maniobra otras tres veces, ante el entusiasmo general, y recibió un valioso regalo de parte de los duques.
Manuel Domínguez, citando para recibir. “La Lidia”, año II, nº 3, 2 de abril de 1883. Biblioteca-RMR
Su toreo “parado y corto, de legítima escuela”, junto a su falta de pies, era tan expuesto que le procuró no pocos percances y cornadas. El suceso más grave ocurrió el 1 de junio de 1857, toreando con El Tato en El Puerto de Santa María. Un toro de Concha y Sierra, de nombre Barrabás, astillado del cuerno izquierdo, le alcanzó al ejecutar el volapié por la mandíbula y al siguiente derrote, ya en el suelo, le saltó el ojo derecho de la órbita. Como el toro se había quedado en la salida de la enfermería, pasaron minutos eternos antes de que pudiera ser atendido. Él mismo se taponó las heridas con papel de estraza, y aguantó de pie el trance. La noticia corrió como la pólvora por los mentideros, casi nadie daba un duro por su vida. A través de uno de sus banderilleros un sacerdote le propuso que tomara sus últimas disposiciones. “Dile que aún no es tiempo”, contestó Domínguez.
Su milagrosa recuperación fue recibida con entusiasmo, un motivo de alegría en una ciudad entristecida por el reciente fusilamiento de 24 insurrectos que habían formado parte de una revuelta contra el gobierno iniciada en El Arahal y Utrera y cuya aventura había terminado en la Serranía de Ronda. Era opinión generalizada que después de aquello se retiraría de los ruedos, pero 53 días después estaba en la plaza de Málaga para hacerse cargo de toros de la misma ganadería por expreso deseo suyo, y con la misma ropa que había vestido en El Puerto.
El año siguiente fue triunfal, sobre todo en plazas andaluzas, y prolongó su carrera aquejado también de malos humores en las piernas, que fueron mermando sus capacidades. Toreó siempre con las primeras figuras, respetado por todos (en Ronda se consigna una actuación con Carmona y Pepete en 1860). El paso del tiempo lo fue orillando paulatinamente de los carteles de postín, frente a toreros pujantes de juventud y recursos artísticos. Se apartó definitivamente en 1876, con una última corrida en Málaga. Desde su vuelta de las Américas había toreado 186 corridas frente a 481 toros.
Manuel Domínguez, por Arturo Carretero. “Historia del toreo” de Néstor Luján (Barcelona, 1954). Biblioteca-RMR
Nunca le gustó el alias de Desperdicios, como queda de manifiesto en una carta que envió al director del Boletín de Loterías y Toros en 1867, al que hace saber que “usa un apodo que no debo consentir, solo por mi nombre he querido ser siempre conocido “, y le ruega que en lo sucesivo, “si alguna vez se ocupa de mi humilde persona, tenga la bondad de excusar un mote que no consiento, pues en otro caso me obligaría a emplear cuantos recursos estuviesen a mi alcance para evitarlo”.
Retirado en Sevilla, al extenderse el rumor de que vivía en la indigencia, varios aficionados impulsaron la organización de una corrida en su beneficio, a lo que se negó en redondo. Cossío recoge una carta que dirigió a la revista El Loro, en la que se expresa con el carácter que siempre le acompañó: “¿Quienes serán esos amigos, a los que no conozco y no quiero conocer, que solicitan para mí una corrida de Beneficencia? (…) Sepan unos y otros que, si bien no poseo grandes bienes de fortuna, al menos cuento con lo necesario para poder vivir con decencia y algo holgadamente lo que me queda de vida”.
Y así fue, el resto de su vida discurrió tranquila, en compensación a tanta aventura, rodeado de la admiración y reverencia de aficionados y profesionales. Descansó por fin el 6 de abril de 1886, a los setenta años de edad, en su casa de la calle de Boteros. En su entierro llevaron las cintas del féretro Chicorro, Cara Ancha, Marinero y El Espartero. El relieve de su rostro figura en las pilastras de la reja de la Maestranza de Sevilla junto a Montes, Romero, Cúchares, Chiclanero y El Tato.
Bibliografía
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